1.2. El papel de la regulación en la maximización del bienestar

1.2. El papel de la regulación en la maximización del bienestar

La pregunta fundamental que se plantea en la regulación de los sectores energéticos es: ¿cómo puede contribuir la regulación de los sectores energéticos a la maximización del bienestar social? O, dicho de otro modo, ¿qué principios deben guiar la actuación de los reguladores energéticos para que dicha actuación sea compatible con la maximización del bienestar social?

La respuesta es que, para contribuir a la maximización del bienestar social (y no reducirlo), la intervención de los reguladores sectoriales debe guiarse por los tres principios siguientes:

  • Minimizar el impacto de los fallos de mercado que pudieran afectar a la eficiencia con la que se desarrollan las diferentes actividades;
  • Asegurar que las empresas tengan incentivos a la eficiencia;
  • Evitar perseguir políticas redistributivas.

El porqué de cada uno de estos principios se discute a continuación. Como se podrá apreciar, estos principios pueden servir como referencia para evaluar la bondad de las políticas o intervenciones de los reguladores sectoriales en general y energéticos en particular.

Como se muestra a continuación, la intervención de los reguladores sectoriales bajo criterios de equidad para influir en la redistribución de la riqueza tenderá a reducir el bienestar social alcanzable, comparado con la situación en la cual es el gobierno quien interviene. Por ello, asegurar un funcionamiento eficiente del sector (es decir, la maximización de la riqueza disponible) debe ser el único objetivo perseguido por el regulador sectorial para alcanzar la maximización del bienestar social (ver El proceso de liberalización de los sectores energéticos).

Principio 1. Minimizar el impacto de los fallos de mercado. Si los mercados funcionan correctamente, las señales de precios que perciben los productores y consumidores se corresponden con los costes marginales o de oportunidad de suministro. De este modo, se asegura, sin necesidad de intervención alguna, que la interacción de la oferta y la demanda resulta en un conjunto de precios y cantidades que maximiza el excedente disponible. De esta forma no se despilfarran recursos (por otra parte, limitados), y el nivel de riqueza es el mayor posible, lo que resulta coherente con la maximización del bienestar social.

Las situaciones que impiden el correcto funcionamiento de los mercados reciben la denominación genérica de “fallos de mercado”. En el caso de la energía, los fallos de mercado suelen estar relacionados con la existencia de los denominados monopolios naturales; con un bajo grado de presión competitiva; con la existencia de  externalidades; o con información imperfecta (ver Competencia en el mercado eléctrico).

Las actuaciones del regulador deben ir encaminadas a corregir los efectos de estos fallos de mercado. Sin embargo, ha de tenerse presente que  la intervención del regulador, por muy bienintencionada que sea, es imperfecta y puede crear distorsiones más perjudiciales que las que pretende resolver (ver Competencia en el mercado eléctrico).

Por lo tanto, el primer principio básico que debe seguir el regulador es minimizar el impacto de los posibles fallos de mercado, adoptando siempre soluciones limitadas a resolver el fallo de mercado identificado, y evitando intervenir cuando pudiera originar peores distorsiones que las que se pretenden resolver.

A continuación se describen los principales fallos de mercado que pueden existir en los mercados energéticos, y las soluciones que da un posible regulador:

  • Monopolio natural: se conoce como monopolio natural a aquella situación en la que una sola empresa puede suministrar la totalidad de la demanda del mercado con un coste inferior al que resultaría si hubiera más empresas en el mercado. En esta situación, un mercado libre de intervención acabaría siendo suministrado por una única empresa, la cual, una vez alcanzada esa posición de monopolio, podría fijar precios por encima del coste real de suministro. Esto ocasionaría ineficiencias, pues habría demanda dispuesta a pagar lo que cuesta producir un determinado bien, pero menos que el precio fijado por el monopolista. Las actividades de transporte y distribución de gas y electricidad son actualmente consideradas monopolios naturales, y la solución del regulador en este caso es la regulación de los precios y la calidad de estos servicios (ver Actividades reguladas y actividades en libre competencia).
  • Bajo grado de presión competitiva: aunque una actividad no tenga características de monopolio natural, también se pueden encontrar situaciones de baja competencia, denominadas de “competencia monopolista”, tales como monopolios de facto (donde solamente existe un único suministrador) u oligopolios. Estas situaciones pueden surgir de diversas formas. Por ejemplo, pueden aparecer simplemente porque una empresa desarrolla un producto muy superior al que ofrecen los competidores, y la empresa alcanza de ese modo una cuota de mercado elevada. Sin embargo, para que esa situación sea perjudicial para los consumidores, deben también darse otras condiciones en el mercado, tales como que existan barreras de entrada que permitan al monopolista restringir su oferta y cobrar precios superiores a costes, sin temor a que entren nuevos competidores. En este caso, la solución a adoptar por el regulador sería identificar y eliminar las barreras de entrada (ver Barreras de entrada y atacabilidad del mercado eléctrico).
  • Presencia de externalidades: es decir, existencia de una situación en la que los productores imponen costes a la sociedad que ellos mismos no perciben ni afectan a sus cuentas de resultados, como pudiera ser el daño producido por emisiones contaminantes. La solución a este problema consiste en establecer un mecanismo que obligue al productor a internalizar dicho coste, como por ejemplo mediante impuestos medioambientales ligados a las emisiones o, como ya se ha hecho, la obligación de redimir derechos de emisión (ver El cambio climático a futuro y sector eléctrico).
  • Problemas derivados de información imperfecta: en este caso, la solución consiste sencillamente en establecer mecanismos tales como requerir al regulador sectorial que disemine dicha información entre los consumidores, como ocurre en los mercados eléctrico y gasista en España, donde el regulador sectorial tiene la obligación de dar a conocer a los consumidores las ofertas de las distintas comercializadoras.

Principio 2: dar incentivos a la eficiencia. En la medida en que el regulador se ve obligado a intervenir en un sector para resolver o mitigar el efecto de fallos de mercado, las soluciones que adopte deben ser aquellas que mejor preserven los incentivos de las empresas a la eficiencia, para evitar, de nuevo, que los recursos de que dispone la economía se despilfarren y el nivel de riqueza de la sociedad pueda alcanzar su mayor nivel. 

Para que un sistema sea eficiente, debe asegurarse tanto la eficiencia productiva como la asignativa:

  • La eficiencia productiva significa que los productos se producen al menor coste (e.d. con el menor consumo de recursos escasos). Esta eficiencia se consigue, por ejemplo, si se permite que los ahorros de costes que consigan las empresas se traduzcan en mayores beneficios, ya que así, éstas tendrán incentivos a reducir costes; finalmente, la reducción de costes se trasladará al consumidor a través de menores precios en los productos.
  • La eficiencia asignativa significa que los productos se consumen solamente si su valor excede su coste, lo cual requiere que el precio de las cosas refleje su coste. 

Básicamente, la promoción de la eficiencia requiere exponer a las empresas a las consecuencias (ya sean positivas o negativas) de sus propias decisiones. De este modo, los agentes considerarán el impacto de las decisiones que pueden tomar, y sopesarán cuidadosamente las alternativas. Aquellas empresas que tomen decisiones acertadas obtendrán una rentabilidad superior a la media (e.d. superior a la “rentabilidad normal”) mientras que aquéllos que tomen decisiones equivocadas obtendrán una rentabilidad inferior a la media y podrán incluso desaparecer del mercado o ser absorbidas por empresas mejor gestionadas, en beneficio de los consumidores.

En ocasiones algunos analistas interpretan que la función del regulador consiste en minimizar la remuneración de las empresas, como si cuanto menores fueran sus ingresos, mayores fueran sus incentivos a ser eficientes. Sin embargo, en realidad tal comportamiento sería contrario a los intereses de los consumidores, ya que si se impide a los agentes que obtengan un incremento o una reducción en sus beneficios como consecuencia de haber tomado decisiones acertadas o equivocadas, el regulador estaría mitigando el incentivo (y los recursos dedicados por la empresas) a intentar tomar buenas decisiones. El resultado será un menor nivel de eficiencia, que se traduce en un incremento progresivo en el coste de suministro o una reducción en su calidad.

Estas afirmaciones pueden chocar con la observación empírica de que las empresas ajustan sus costes a la retribución que establece el regulador. Un repaso superficial a la evidencia parecería llevar a la conclusión de que los costes de las empresas se ajustan a los ingresos permitidos por el regulador más que a las previsiones presentadas por la empresa en el transcurso de las revisiones tarifarias. La conclusión lógica de esta observación sería que el regulador puede inducir un mayor nivel de eficiencia simplemente reduciendo la remuneración de la empresa.

Sin embargo, tal conclusión se basaría en una interpretación errónea de la evidencia empírica. Si se limita la remuneración de las empresas, a corto plazo éstas pueden sostener su rentabilidad, reduciendo sus costes, incluso si la empresa operara bajo un teórico “máximo” nivel de eficiencia. El motivo es que las empresas siempre pueden reducir sus costes, retrasando o cancelando inversiones o reduciendo sus gastos de mantenimiento durante plazos más o menos largos. El problema es que esta reducción de costes se consigue entonces a costa de una reducción progresiva en la calidad del servicio que a medio plazo será insostenible, debiendo eventualmente el regulador aprobar incrementos extraordinarios en la remuneración de las empresas para corregir los problemas acumulados (y esas intervenciones urgentes para restaurar el nivel de calidad supondrán inevitablemente un mayor coste para los consumidores que si se hubieran desarrollado las actuaciones de mantenimiento normales).

Por lo tanto, el objetivo del regulador no debe ser el control de los beneficios de las empresas, sino asegurar que éstas tienen incentivos a ser eficientes. Y si las empresas tienen incentivos a ser eficientes, el regulador no debe preocuparse por vigilar si existen oportunidades de reducir los costes que la empresa pudiera no estar aprovechando. En efecto, si las empresas tienen incentivos a ser eficientes pero el regulador lleva a cabo una comparación de los costes de distintas empresas y detecta que hay una disparidad en los costes, pueden existir dos posibles explicaciones:

  • Que la dirección de la empresa (que tiene incentivos a tener los mínimos costes posibles para maximizar sus beneficios) no se haya percatado de que podría reducir sus costes.
  • Que el modelo utilizado por el regulador para efectuar la comparación entre las distintas empresas esté mal especificado (p.ej. porque la forma de la función de costes no sea correcta, o lista de inductores de costes sea incompleta) o que la información de la que dispone sea imperfecta (p.ej. porque el tratamiento contable en las distintas empresas no sea homogéneo).

Dado que la empresa tiene incentivos a tener los mínimos costes posibles para maximizar sus beneficios, y que la empresa dispone de más recursos y más información para detectar ineficiencias de los que dispone el regulador, resulta altamente improbable que el regulador, en un ejercicio de modelización de costes inevitablemente imperfecto, haya podido detectar fuentes reales de ineficiencias. Por lo tanto, reducir la remuneración de la empresa en esta situación simplemente llevaría a la empresa a tomar decisiones ineficientes, posponiendo o cancelando inversiones o mantenimientos, en perjuicio de los consumidores.

Por lo tanto, promover la eficiencia no significa reducir la remuneración de las empresas o controlar sus beneficios, sino dar incentivos a las empresas a ser eficientes por el simple mecanismo de permitirles que capturen los beneficios (o sufran las pérdidas) derivados de sus decisiones.

Tal “captura” será siempre transitoria y la retribución se ajustará eventualmente a los costes, ya que:

  • En una actividad liberalizada (e.d. desarrollada en un contexto de mercado), si realmente existen beneficios superiores a los normales (y no simplemente coyunturales), éstos atraerán la entrada de nuevos agentes, la cual deprimirá el nivel de precios y beneficios hasta que la rentabilidad vuelva a un nivel normal. 
  • En una actividad regulada, el regulador ajusta periódicamente (p. ej. cada 3-5 años) la remuneración de la empresa a sus propios costes (que necesariamente merecen el calificativo de “eficientes” si la empresa tiene incentivos a ser eficiente).

Principio 3: evitar seguir políticas redistributivas. Fijar la eficiencia como objetivo de la regulación puede parecer incompatible con la maximización del bienestar social. En efecto, el nivel de bienestar social depende no solamente del nivel de eficiencia (que determina el nivel de riqueza disponible en la sociedad) sino también de la distribución de dicha riqueza. Esto llevaría a concluir que las decisiones del regulador se deben guiar no solamente por criterios de eficiencia, sino también por criterios de equidad.

Sin embargo, aunque pudiera parecer paradójico, la toma de decisiones sobre la base de criterios de equidad por parte del regulador sectorial es incompatible con la maximización del bienestar social. Ello es debido a que un regulador sectorial dispone de menos instrumentos para llevar a cabo esa redistribución de la riqueza que los instrumentos de los que dispone un gobierno. Por lo tanto, cualquier redistribución de la riqueza que lleve a cabo el regulador sectorial conducirá a un menor bienestar social en comparación con una situación en la que el regulador se limita a fomentar la eficiencia, dejando la tarea de redistribuir la riqueza al gobierno.

Además, si el regulador sectorial adopta decisiones basadas en criterios de equidad no solamente puede estar extralimitándose en sus funciones, sino que puede estar interfiriendo en las decisiones de redistribución de la riqueza que haya tomado el gobierno, desviándose del óptimo social establecido por el mismo. 

El problema se puede ilustrar a través de las figuras siguientes (Figura 1‑4 y Figura 1‑5), donde la suma de los excedentes representa el nivel de riqueza disponible que puede ser repartido entre los agentes A y B (desde asignar todo al agente A hasta asignarlo todo al agente B). El conjunto de posibles asignaciones de la riqueza representa la restricción presupuestaria a la cual se enfrenta el gobierno. En la Figura 1‑4 suponemos que la distribución de los excedentes, antes de cualquier redistribución, es que el agente A obtiene el excedente QA0 y el agente B obtiene QB0, y se alcanza el nivel de bienestar social asociado con la curva de bienestar social CBS0. Desde ese punto de partida, el Estado tiene la posibilidad de redistribuir el excedente de forma que el agente A obtenga el excedente QA1 y el agente B reciba QB1. De este modo, la intervención redistributiva del gobierno permite alcanzar una curva de bienestar social CBS1 correspondiente a un nivel de bienestar social superior al inicial.

Figura 1‑4. Comparativa de la intervención del gobierno.
Fuente: Elaboración propia.

¿Qué ocurre si es el regulador sectorial y no el gobierno quien interviene en el funcionamiento del sector, con el loable y bienintencionado fin de redistribuir riqueza de un grupo de agentes a otro, porque considere que dicha redistribución es socialmente deseable? La actuación del regulador necesariamente reducirá el excedente total disponible porque para llevar a cabo la redistribución debe intervenir en las señales y las decisiones de las empresas, y sus decisiones se desviarán de las eficientes. Incluso si el regulador “acierta” con la redistribución óptima, el resultado será inferior al obtenido sin dicha intervención, por muy bienintencionada que ésta haya sido. 

Esta situación se muestra en la Figura 1‑5, donde se comparan el nivel de bienestar social alcanzable si es el gobierno quien interviene para redistribuir la riqueza (en cuyo caso la restricción presupuestaria viene dada por RP0 y el nivel de bienestar social viene dado por CBS1) o si es el regulador quien interviene (en cuyo caso la restricción presupuestaria viene dada por RP1 y el nivel de bienestar social viene dado por CBS2).

Figura 1‑5. Comparativa de la intervención del gobierno frente al regulador.
Fuente: Elaboración propia.

 Si es el regulador quien interviene, el excedente total disponible se reduce (y la curva que representa la restricción presupuestaria se contrae, desplazándose hacia abajo y la izquierda) porque la intervención del regulador crea ineficiencias que inevitablemente reducen la riqueza disponible para ser distribuida.

Las figuras anteriores ignoran la posibilidad de que la redistribución del excedente que lleve a cabo el gobierno también causa ineficiencias y una disminución del excedente disponible. Claramente, cualquier redistribución distorsiona los incentivos de los agentes, y por ello puede ser preferible tolerar un cierto nivel de inequidad si con ello se alcanza una mayor eficiencia y un mayor nivel de bienestar social. 

Sin embargo, tal simplificación no afecta a la conclusión, ya que la intervención del regulador sectorial en la redistribución de la riqueza siempre tenderá a ser más ineficiente que la intervención del gobierno. El motivo es sencillamente que el gobierno dispone de un abanico de herramientas redistributivas (p.ej. los impuestos sobre la renta, el patrimonio, el consumo, los beneficios, las políticas sociales o de desarrollo regional, etc.) mucho más amplio que el abanico del que dispone el regulador sectorial (p.ej. los peajes de gas o electricidad), y escogerá aquéllas que tengan el menor impacto sobre la eficiencia. En el peor de los casos, el gobierno escogerá la misma herramienta que hubiera escogido el regulador, pero habitualmente podrá escoger una herramienta más precisa o que genere un menor impacto sobre la eficiencia.

Por ejemplo, mientras que el regulador sectorial solamente puede discriminar entre grupos de personas según las características de su consumo de electricidad (e.d. el nivel de potencia o consumo, o el nivel de tensión), y transferir riqueza a través de ajustes en las tarifas, el Estado puede discriminar según muchos más atributos (la renta disponible, el patrimonio, el número de miembros en la familia, etc.) y apoyar de forma más directamente relacionada con las necesidades de estos colectivos. Además, el gobierno puede repartir su intervención entre muchos instrumentos y productos, minimizando así su impacto, mientras que la intervención del regulador se concentra en muy pocos y su impacto se magnifica (la pérdida de excedente del consumidor es proporcional al cuadrado del impuesto o recargo aplicado). Es por ello que la intervención del Estado tiende a ser no solamente más eficiente que la intervención del regulador sectorial, sino también más efectiva.

En otras palabras, para alcanzar el máximo bienestar posible las decisiones y políticas redistributivas no deben ser tomadas y puestas en práctica por los reguladores sectoriales sino que deben ser tomadas y llevadas a cabo por el Estado. En efecto, el gobierno no es solamente quien, como representante electo, tiene la autoridad moral para determinar qué es y no es equitativo, sino que es quien dispone del más extenso abanico de instrumentos para llevar a cabo cualquier redistribución con la menor pérdida de eficiencia, permitiendo de este modo alcanzar el máximo bienestar social.

Por estos motivos, la redistribución de la riqueza no tiende a ser un objetivo delegado por el gobierno al regulador sectorial, sino que los objetivos o funciones marcadas al regulador sectorial se centran en asegurar un funcionamiento eficiente del sector, dejando al gobierno, la tarea de redistribuir la riqueza de forma coherente con la maximización del bienestar social.

Conclusiones. Dado el papel fundamental que la energía desempeña en las sociedades modernas, la regulación sectorial debe estructurarse alrededor de los tres principios siguientes:

  • La regulación sectorial debe asegurar que el comportamiento de las empresas no se vea distorsionado por fallos de mercado: en el caso de las actividades que pueden funcionar en régimen de mercado libre (p.ej. la generación y la comercialización de electricidad), el regulador debe asegurarse de eliminar o mitigar los posibles fallos de mercado, limitándose el control del regulador sectorial a aquellas actividades en las cuales los fallos de mercado sean insalvables  (p.ej. el transporte y la distribución de electricidad), y respetando el objetivo de mínima intervención.
  • La regulación sectorial debe asegurar que las empresas tengan incentivos a comportarse de manera eficiente: esto implica no intervenir en los resultados que obtengan las empresas en actividades desarrolladas en régimen de libre mercado y, en el caso de las actividades reguladas, permitirles capturar como mayores beneficios al menos una parte los ahorros de costes que consigan, sin poner en duda el derecho de las empresas a recuperar los costes incurridos.
  • La regulación sectorial debe evitar perseguir políticas redistributivas: el objetivo del regulador sectorial debe centrarse única y exclusivamente en la promoción de la eficiencia, evitando tomar decisiones sobre la base de criterios de justicia o equidad. Dichas intervenciones reducirán la eficiencia en el funcionamiento del sector y, con ello, el bienestar alcanzable por la sociedad comparado con la alternativa de dejar en manos del gobierno la identificación y puesta en práctica de las políticas redistributivas que pueda considerar deseables.

En resumen, el objetivo de los reguladores sectoriales debe ser la promoción de la eficiencia, sin preocuparse de consideraciones redistributivas, ya que la búsqueda de la eficiencia por el regulador sectorial es la única estrategia coherente con la maximización del bienestar social. 

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